Acerca de Pedro Mozos

Recogemos aquí escritos y pensamientos de críticos de arte, periodistas, galeristas y personas cercanas a Pedro Mozos, que le conocieron como persona y como artista.

 

La suma de estas palabras sobre Pedro Mozos nos dan una idea de su personalidad y su obra.

 

Estas reseñas  nos ayudan a completar y entender su trayectoria artística, reflejada en las exposiciones que hemos tenido el placer de contemplar sus fieles seguidores.

Pedro Mozos - Opiniones

Reseñas

Pedro Mozos es un pintor en plena madurez. Revelado brillantemente cuando era un muchacho, fue uno de los artistas afectados por la invasión del arte informal. Lo suyo era la realidad sometida a una composici6n cerrada, apretada, de ritmos curvos y gran fuerza dinámica entroncada en lo mural aunque la materia pictórica tuviese una riqueza plástica propia de una cuidada pintura de caballete. La seguridad de su dibujo y lo peculiar de las formas hablaban de una personalidad ardiente, entusiasta. Su obra parecía contagiada de alegría campesina, una alegría equidistante de lo ásperamente cerril y de lo artificiosamente cortesano.

 

He escrito al principio de estas líneas que Mozos fue uno de los afectados por la invasión de lo informal. Cuando su arte comenzaba a abrirse camino, por su verdad y su novedad, surgen nuevas fórmulas estéticas que destierran la figuración. La fama, la cotización de Pedro Mozos, decaen en la consideración de los amantes de novedades. Es natural que lo injusto produzca amargura. Y el arte de este pintor parece, en los últimos años, ensombrecerse. Pero él había elegido un camino y lo siguió sin preocuparse de glorias efímeras, modas y bienales. Fiel a sí mismo, como Solana en su momento, ignor6 deliberadamente los ismos en candelero, obstinado en su verdad.

 

En esta exposición de Prisma, reaparece Pedro Mozos, el insobornable. Acaso las diferencias perceptibles a primera vista, consistan más que en un cambio de actitud en el procedimiento. El color se extiende, libremente, sobre el papel, configurando desnudos de rotundos volúmenes. En vano buscaríamos aquí los empastes insistidos, los colores terrosos y verduzcos de sus óleos. Todo es alado, ligero, lleno de poesía robusta, de alegre libertad que no es fruto de la improvisación, sino de una sólida disciplina momentáneamente olvidada. La frescura y la gracia, que parecían irreconciliables enemigos, lo llenan todo en estas obras menores. Hay composiciones- figuras desnudas sobre un fondo de campos lejanos o mar- , que tienen el encanto y la grandeza de una pastoral clásica. Es como si Pedro Mozos hubiese intentado demostrar en su exposición que sus vacilaciones han acabado, que la ilusión preside su trabajo, que su obra, aunque no esté dentro de las tendencias de moda, posee su actualidad, porque es hija de la verdad humana y artística.

 

José Hierro

La recuperación de la figuras y de la obra de Pedro Mozos (Herrera de Valdecañas, Palencia, 1915 – Palma de Mallorca, 1982) con esta exposición antológica de su obra en las salas del Centro Cultural Conde Duque, creemos viene a constituir un acierto pleno de alicientes para aficionados y público en general amante de nuestra pintura.

 

Decía Jean Cocteau, que lo que más pasa de moda es la moda. Por ello, las luminarias de falsos valores se superponen en oleadas y desaparecen con la misma rapidez, quedando en el justiciero tamiz que ofrece la perspectiva del tiempo, lo fundamental, los elementos válidos, y, entre ellos, estaría el arte de Pedro Mozos, que una vez superado ese silencio, esa injusta margi-nación que las modas imponen momentáneamente, vuelva a renacer con el mismo frescor y espontaneidad, con la misma emoción ante los ojos de los espectadores de las generaciones que le sucedieron.

 

Artista íntimamente fundido en lo madrileño, aunque ajeno a tópicos y lugares comunes, Mozos supo acercarse y trasmitirnos el pulso interno de la vida cotidiana de la ciudad. Eugenio D´Ors decía de él: «Pedro Mozos ha sido, por excelencia, quien en Madrid ha representado con mayor cohesión el papel del genio. Llevaba para esto la ventaja de decirse autodidáctico; es más, de ser, ya que no panadero (se refería al escultor Alberto Sánchez), ex-pastor de Palencia.»

 

Estoy convencido que, con la oportunidad que se brinda con la presente muestra, el público de la ciudad que tanto supo amar y que tan bien comprendió, entenderá la grandeza de su paleta tan hispana, donde mandan los pardos, las tierras y los negros, donde las reminiscencias, los ecos de Velázquez y de Goya retocan con miasmas sutiles sus peculiares composiciones. El arte de Pedro Mozos sorprenderá a los nuevos espectadores de su obra, como en vida sorprendió a sus contemporáneos.

 

Agustín Rodríguez Sahagún

Su obra expuesta es una de las producciones más importantes que podamos presenciar en la actualidad. Lo es porque el artista que la hace tiene todas las características imprescindibles para obtener una categoría con trascendencia evidente: conoce el dibujo, conoce el color y ha puesto una impronta inconfundible en cada uno de sus lienzos. Una misma obsesión temática, que tanto debe agradar poder percibir en la obra de un artista, se desenvuelve en un ritmo que revela a un pintor que objetiviza las estructuras con una exuberancia sensual en la expresión colorista y en la intimidad con acento hondamente literario.

 

“La obra de Pedro Mozos es la producción de un artista en la madurez de su genio. Dibujo de estirpe clásica que puede tener profundo sentido español, dominio del color, composición y, sobre todo, fuerza expresiva, con características que ofrecen un pleno logro, donde se puede estudiar y aprender…”

 

Pintor a quien todos reconocen poder y personalidad; pintor con signo propio; pintor creador de un mundo, al que ha sido fiel siempre, incluso en esta exposición fácil, en donde la acuarela adquiere una dimensión distinta que en los certámenes a ella dedicados y que rara vez se aparta de moldes del XIX. Pedro Mozos enseña las posibilidades, y muestra, sobre todo, su potencia de artista, al que hubiera sido fácil, muy fácil, adquirir patentes de éxito; pero que ha preferido seguir fiel a sí mismo, y en esa actitud queremos verle siempre sin caer en modas y modos, ya que a él le estuvo destinado crear una pintura y unos personajes que tenían su nombre y apellido. Un expresionismo -muy clásico- de índole social, y siempre la pintura a cuestas, sin que la anécdota, el proyecto, el sentimiento y a veces – muchas veces- la poesía restaran a la composición los valores plásticos que eran menester, para que «luego» Mozos dijera lo que le viniera en gana.

 

Manuel Sánchez Camargo

En el panorama de la pintura española del segundo tercio de la presente centuria, cuando se trata de aunar los elementos de la tradición artística más acusada con las resoluciones de las diferentes vanguardias artísticas, una serie de singulares, y aún no suficientemente valorados artífices, se agruparon en torno a la figura de Eugenio D´Ors, en lo que supuso el Salón de los Once, en la década de 1940. Entre ellos, y desde premisas de particular interés, surgía la figura de Pedro Mozos.

 

Sería, sin duda, el maestro de la crítica de arte en España, Camón Aznar, quien mejor sabría definir el arte de Mozos, donde vendrían a darse las condiciones apuntadas en una perfecta combinación: Mozos suponía la continuidad de la estela goyesca. «Y no porque haya recogido, como Lucas, el fogoneo de su pincelada, la vibración de sus toques; sino algo rnás profundo; el misterio del hombre, el poder de la sensualidad, la sugestión que lleva consigo la alteración de los escorzos. Es la herencia del Goya de «Los Disparates».

 

Excepcional en la composición, personalísimo en el color y, sobre todo capaz de plasmar en cada uno de sus lienzos ese cúmulo de sensaciones en los que sabe perfectamente resumir, como bien señaló Antonio Manuel Campoy unas admirables propuestas en un misterioso claroscuro costumbrista y sensual, Pedro Mozos es, tal vez, una de las figuras con mayor porvenir en la urgente revisión de nuestro arte en un siglo que ya comienza a ser pasado y al mismo tiempo desde unos planteamientos de modernidad que hacen de su obra una permanente lección de actualidad.

 

A principio de los 70 fue para mi un honor quedarme finalista con él, con Eduardo Naranjo, Florencio Galindo, y el también desaparecido Tino Grandío, en el primer premio millonario que se celebró en España y había convocado el Círculo de Bellas Artes.

 

Artista obsesionado por la plasticidad, por los hallazgos, por una técnica plena de características soluciones, pensamos que esta exposición viene a suponer ante todo, una obligada reflexión, y siempre con respuestas positivas, de lo que supuso uno de los momentos más críticos y fecundos de nuestro arte.

 

Luis María Caruncho Amat

Difícilmente podríamos elegir hoy un pintor a los treinta y tres años de su primera Exposición pudiera mostrarnos obra tan copiosa y plena en aciertos como esta de Pedro Mozos. Una vez más la historia de la pintura española nos ofrece la ejemplaridad del trabajo bien hecho, de la vocación servida con tenacidad en el esfuerzo, no regateado, hacia el dominio de un arte cimentado en las disciplinas clásicas.

 

Pedro Mozos es el caso prototípico del que parece no sentirse nunca bastante satisfecho de sus propios medios para incluir en esa parcela de la inventiva que se abre paso a la genialidad. Así, su Exposición Antológica viene a equivaler a una apertura del arsenal de su personal dotación bajo todos los aspectos, en un gesto de honor profesional poco frecuente en nuestro tiempo.

 

Dibujos, acuarelas y óleos, apuntes y bocetos, cuadros de grande y de pequeño formato constituyen el fondo positivo de su haber, los pertrechos sólidos de su significativa personalidad; porque Pedro Mozos supone en sí mismo y en su obra la representación de un máximo de virtudes opuestas a la improvisación de lo intuitivo.

 

Luis Figuerola-Ferretti

Continúa Mozos dedicando ocho horas diarias a la pintura. Continúa demostrándonos que pintar es algo serio, que una gran obra se logra a base de años de estudio, que la genialidad no se consigue por un minuto de inspiración, sino por una vida de saber y de experiencia. Así lo afirma un hombre que en 1933, a los diecisiete años, realizaba su primera exposici6n en el Salón del Círculo de Bellas Artes de Madrid, exposición que fue calificada como genial por críticos y pintores de la época. En 1933 también el Ministerio de Instrucción Publica y Bellas Artes adquiere parte de los dibujos de este «niño prodigio», incorporando los museos de Arte Moderno de Madrid y Bilbao, dos años después, obras del artista a sus colecciones.

 

Pedro Mozos, a los sesenta y cinco años, es ya un clásico de nuestra pintura. Seguidor de la más pura tradición pictórica española, sus cuadros, incluso los más insignificantes bocetos que nacen de sus manos, son verdaderas obras de arte. No solamente posee ese dominio técnico envidiable, esa facilidad para hacer surgir en un trazo una figura de mujer, un niño, un anciano dotados de todo el realismo y la expresividad del natural, sino que además su obra ya terminada, profundamente elaborada, mimando cada detalle, cada pincelada, es portadora de toda la gracia y la espontaneidad de algo fresco y lozano, que vive y palpita por sí mismo.
Pocos pintores son capaces de comunicar, de embelesar al espectador ante sus obras como lo hace Pedro Mozos. Su figuración, por encima de modas y modos, marcada con su sello inimitable, es toda una lección de bien hacer pictórico. Una obra que produce un profundo respeto en el espectador e incluso ante algunos de sus cuadros, un sentimiento entre tímido y reverente, como el que despierta el interior de algunas catedrales románicas.

 

Acostumbrados a los cuadros densos y ambiciosos de este pintor, sorprende gratamente el conjunto de obra pequeña que nos ofrece en esta muestra. Una colección de dibujos a carboncillo, lápiz y sanguina, unos cuantos apuntes y varias acuarelas de pequeño formato, dotadas de toda la sabiduría de su arte y portadoras, además, de un encanto y un buen gusto envidiables. Pequeñas obras de arte que son una delicia para la vista.

 

Sol García-Conde

Un gran pintor. Un admirable, originalísimo pintor, revelado en una exposición de interés excepcional, para cuya potentísima vibración de gran arte todo comentario ha de resultar inevitablemente mezquino. He aquí por qué estimamos inexcusable proclamar, en cumplimiento de una misión que estimamos tiene también una trascendencia y una dimensión patrióticas, la revelaci6n sensacional que significa, a nuestro entender, la exposición de Mozos: España cuenta con un admirable artista en etapa de inicial plenitud que acredita un creciente magnífico; un artista admirable, del que podemos exigirlo todo; del que, por tanto, podemos esperar nada menos que el renacimiento de nuestra pintura contemporánea, la sensible elevación del nivel estético de nuestra producción pictórica actual.

 

Pedro Mozos ha incorporado a su arte los más esenciales fermentos de la pintura occidental. Sus obras se nos revelan fecundadas por la serenidad majestuosa y la monumentalidad de la estatuaria romana; por el vigor estructural y el acentuado ritmo plástico de los grandes maestros del Renacimiento; por el colorido sinfónico y el sentimiento del paisaje de la pintura veneciana. EI artista al que más se aproxima, por esas insobornables preferencias estéticas inabordables al comentario es a Tintoretto; similar atormentado dinamismo y dramatismo cromático, predilección idéntica por fondos arquitectónicos que contrastan el casi frenético bullir de las formas, caudalosa inspiración de igual signo que requiere por veces Ia ejecución desenfadada y rauda. También es notoria la sugestión de Goya en algunas obras de Mozos, particularmente en sus admirables dibujos, que incorpora a su elemental fuerza plástica el matiz literario y casi didáctico característico del maestro de Fuendetodos. Más lejanamente el recuerdo de los maestros del Renacimiento romano –de Miguel Ángel- sobre todo palpita en sus rítmicas y grandiosas composiciones musicales.

 

 

Pedro Mozos ha incorporado a su arte los más esenciales fermentos de la pintura occidental. Sus obras se nos revelan fecundadas por Ia serenidad majestuosa y la monumentalidad de la estatuaria romana; por el vigor estructural y el acentuado ritmo plástico de los grandes maestros del Renacimiento; por el colorido sinfónico y el sentimiento del paisaje de la pintura veneciana. EI artista al que más se aproxima, por esas insobornables

preferencias estéticas inabordables al comentario es a Tintoretto; similar atormentado dinamismo y dramatismo cromático, predilección idéntica por fondos arquitectónicos que contrastan el casi frenético bullir de las formas, caudalosa inspiración de igual signo que requiere por veces Ia ejecución desenfadada y rauda. También es notoria la sugestión de Goya en algunas obras de Mozos, particularmente en sus admirables dibujos, que incorpora a su elemental fuerza plástica el matiz literario y casi didáctico característico del maestro de Fuendetodos. Más lejanamente el recuerdo de los maestros del Renacimiento romano –de Miguel Ángel- sobre todo palpita en sus rítmicas y grandiosas composiciones musicales.

 

Fernando Jiménez-Placer

Decididamente, hemos renunciado a saber por qué nuestro querido Pedro Mozos reservó siempre tan escasa simpatía a Eugenio d’Ors (“este -decía el pintor- fino y rebuscadísimo alborotador de Ia frase”). Porque lo cierto es que don Eugenio fue quien puso a Mozos en el buen lugar que debía ocupar en nuestra pintura, ya que, a fin de cuentas, sus primeros valedores y descubridores (Moises, Zuloaga, Frances), lo que hicieron fue llamar Ia atención sobre una promesa. Eugenio d’Ors, en efecto, llevó a Pedro Mozos al I Salón de los Once (1943), junto a María Blanchard, Pedro Bueno, Fujita, Grau Sala, Olasagasti, Pedro Pruna, Eduardo Vicente, Rafael Zabaleta y Manolo Hugué. No hay que decir que en aquel lejano Salón se enraizaba la primera visión crítica de la posguerra, ni que fue la Academia Breve la que en Madrid, bajo el magisterio dorsiano, indicó a las claras quién era quién. Todo ello es bien sabido. Pero debe recordarse que en las Exposiciones Nacionales de 1941 y 1943 hubo centenares de pintores y escultores, tan significativos que muchos de ellos tenían estos nombres: Joaquín Vaquero, Benjamín Palencia, Jose Frau, Jose Planes, Vazquez, Díaz … Luego la selección de Pedro Mozos para el I Salón de los Once tenía, además de trascendencia social, renovado valor zahorí.

 

No era, sin embargo, cuestión de humildades, sino que Pedro Mozos no pasaba una, y él no había sido pastor. “Yo no es que desdeñe a los pastores -decía-, estos temas me han gustado mucho de pintar, e inclusive de haberlos vivido, pues contienen un ensueño casi bíblico de un saber muy puro y contemplativo donde se goza de cierta libertad; me gusta, en una palabra. Pero yo no he sido pastor: vine a Madrid a los cuatro años, y si a los tres años yo he podido ser pastor de Palencia, entonces sí que soy un caso genial. “ No, no fue pastor. De niño, en Madrid, Pedro Mozos fue lazarillo de ciego: “Yo oro ni plata no te lo puedo dar; más avisos para vivir muchos te mostraré”, le había dicho el ciego, escarmentándolo, a Lázaro.

También el ciego madrileño le dio muchos escarmientos a Pedro Mozos, su lazarillo, y puede que sus avisos se le quedaran para siempre en las orejas, pues siempre vivió entre jovial, por naturaleza, y escamado, por lo mucho que hubo de aguantar en su vida, sobre todo en sus primeros años madrileños.

 

Las anécdotas que cuenta Mozos de su juventud pueden servir, de alguna manera para entrar en su mundo en el clima psicológico y, en cierto modo, costumbrista de su obra, en la que no hay recuerdos de su niñez lejana en tierras palentinas.

Lo que hay en la pintura de Pedro Mozos es Madrid, un Madrid suburbial barojiano pero no solanesco, en cuyas tabernas y prostíbulos tenebristas se presiente, de pronto, una ráfaga de luz veneciana. El itinerario temático de Pedro Mozos reitera los lugares de su niñez madrileña, por los que estuvieron sus modestos oficios, en los alrededores del Rastro, en el animado nudo de calles y callejas (Tetuán, Salud, Carmen, Rompelanzas) que lindan con la Puerta del Sol. Siempre hay en los cuadros de Pedro Mozos algo de «La busca», con sus interiores sombríos y sus escenas apiadables, con hombres borrosos y mujeres rollizas a punto de ser procaces bajo la camisa, todo ello distribuido en composiciones que evocan tablas italianas paleorenacentistas, en las que las figuras y los objetos se exhiben con arbitrariedad, pero con un instinto plástico sorprendente, goyesco, maravilloso.

 

«La gran tradición postgoyesca – escribe Camón Aznar- podemos decir que continúa en Pedro Mozos.”

 

Antonio Manuel Campoy

Velázquez fue de chico su pintor preferido. Mientras unos jugaban a Sorolla y otros muchos jugaban a Picasso, Pedro Mozos, con hambre de pintar, jugaba a ser él mismo.

 

Entre Goya y Renoir le palpitó la sangre. Sensualidad rotunda y desgarrada. Sombras y luz. La carne y el espíritu. Renoir soñaba vírgenes de cuerpos sonrosados, fáciles a la risa y abiertas al rubor. Goya pintó la fuerza pujante de la carne, o la angustiosa lucha del sexo y de la muerte, o la ciega violencia del placer y del dolor. Pedro Mozos no oculta sus raíces; su tradición goyesca le honra y le separa de todo mimetismo vergonzante. AI igual que Solana, su obra es española por los cuatro costados heridos de su alma. AI igual que Solana, frente a la Europa azul y luminosa, paridora incesante de modas y vanguardias, se quedó con las tierras de Castilla, resecas de grandeza, ocres, viejas y sabias. El afán creador hace temblar de fiebre sus dibujos; poesía y miseria se enlazan y se funden, como en los versos de Carrere, y un aire popular, borracho de verbena y organillo, parece que se mueve debajo de las sombras y el color, dando aroma castizo al clasicismo. Aquelarre y misterio. Orgía y misticismo. Intimidad robada y mujeres en venta. Cafetines de humo. Amor a media voz. Un lirismo sensual, enfermo de cruel y de nostálgico, muere y goza en sus obras, en las que se entremezclan la alegría pagana y el amargo sabor de los siete pecados capitales.

 

Pedro Mozos es un pintor entero, brutal y sensitivo, que grita su amargura y su esperanza con voces de color.

 

Pintura por sí sola separada del tiempo, que ha pasado sin mancha los «ismos» y las modas, y que insiste y escarba en sus propias raíces hasta hacerlas sangrar. Lo pequeño, lo abyecto, lo grotesco y lo trágico alcanzan en su obra categorías nuevas, como si la miseria adquiriese grandeza, y esos seres humanos, vencidos por la vida, fueran los nuevos dioses de un Olimpo de barro cuajado de prostíbulos tristes y de viejas tabernas.

 

La humanidad que «pinta» Pedro Mozos es solamente suya. Ha nacido con él y con él vive. Él les presta su fuerza, su pasión y sus lágrimas, sus gritos y sus risas, su dolor y su fe, y hay un halo poético temblando en sus figuras rotundas y violentas de trazo y expresi6n. Pedro Mozos intenta, sin lograrlo, sofocar su ternura. Una ternura hosca, viril, casi agresiva; pero ternura, al fin. Y este toque de gracia, ese latido oculto que da pulso a su obra, le aparta de Solana -distinto y paralelo- y da un quiebro romántico a su espléndido sueño de pintor.

 

Mario Antolín

La gran revelación.

 

Iba a un colegio de la calle Fuenterrabía, cerca de la Real Fábrica de Tapices. Ya comenzaba a dibujar con algunos destellos de talento cuando el profesor llevó a los chicos de la clase al Museo del Prado.

 

– Aquello fue para mí como un gran traumatismo. Tardé mucho tiempo en reaccionar y, cuando tuve verdadera conciencia de lo que había visto, comencé a dibujar como un desesperado. Desde el primer momento me convencí que se trataba de un oficio que exigiría enormes sacrificios.

 

Con Juan Barba y otros condiscípulos se escapaba Pedro Mozos de la escuela.

 

Salían corriendo, con una carpeta bajo el brazo, hasta el Museo de Reproducciones Artísticas, llamado “Casón” donde se pasaba muchas horas dibujando estatuas, sin sentir nunca cansancio. Desde allí se trasladaban al Círculo de Bellas Artes para continuar trabajando con modelos del natural bajo potentes focos.

 

Marino Gómez Santos