Decididamente, hemos renunciado a saber por qué nuestro querido Pedro Mozos reservó siempre tan escasa simpatía a Eugenio d’Ors (“este -decía el pintor- fino y rebuscadísimo alborotador de Ia frase”). Porque lo cierto es que don Eugenio fue quien puso a Mozos en el buen lugar que debía ocupar en nuestra pintura, ya que, a fin de cuentas, sus primeros valedores y descubridores (Moises, Zuloaga, Frances), lo que hicieron fue llamar Ia atención sobre una promesa. Eugenio d’Ors, en efecto, llevó a Pedro Mozos al I Salón de los Once (1943), junto a María Blanchard, Pedro Bueno, Fujita, Grau Sala, Olasagasti, Pedro Pruna, Eduardo Vicente, Rafael Zabaleta y Manolo Hugué. No hay que decir que en aquel lejano Salón se enraizaba la primera visión crítica de la posguerra, ni que fue la Academia Breve la que en Madrid, bajo el magisterio dorsiano, indicó a las claras quién era quién. Todo ello es bien sabido. Pero debe recordarse que en las Exposiciones Nacionales de 1941 y 1943 hubo centenares de pintores y escultores, tan significativos que muchos de ellos tenían estos nombres: Joaquín Vaquero, Benjamín Palencia, Jose Frau, Jose Planes, Vazquez, Díaz … Luego la selección de Pedro Mozos para el I Salón de los Once tenía, además de trascendencia social, renovado valor zahorí.
No era, sin embargo, cuestión de humildades, sino que Pedro Mozos no pasaba una, y él no había sido pastor. “Yo no es que desdeñe a los pastores -decía-, estos temas me han gustado mucho de pintar, e inclusive de haberlos vivido, pues contienen un ensueño casi bíblico de un saber muy puro y contemplativo donde se goza de cierta libertad; me gusta, en una palabra. Pero yo no he sido pastor: vine a Madrid a los cuatro años, y si a los tres años yo he podido ser pastor de Palencia, entonces sí que soy un caso genial. “ No, no fue pastor. De niño, en Madrid, Pedro Mozos fue lazarillo de ciego: “Yo oro ni plata no te lo puedo dar; más avisos para vivir muchos te mostraré”, le había dicho el ciego, escarmentándolo, a Lázaro.
También el ciego madrileño le dio muchos escarmientos a Pedro Mozos, su lazarillo, y puede que sus avisos se le quedaran para siempre en las orejas, pues siempre vivió entre jovial, por naturaleza, y escamado, por lo mucho que hubo de aguantar en su vida, sobre todo en sus primeros años madrileños.
Las anécdotas que cuenta Mozos de su juventud pueden servir, de alguna manera para entrar en su mundo en el clima psicológico y, en cierto modo, costumbrista de su obra, en la que no hay recuerdos de su niñez lejana en tierras palentinas.
Lo que hay en la pintura de Pedro Mozos es Madrid, un Madrid suburbial barojiano pero no solanesco, en cuyas tabernas y prostíbulos tenebristas se presiente, de pronto, una ráfaga de luz veneciana. El itinerario temático de Pedro Mozos reitera los lugares de su niñez madrileña, por los que estuvieron sus modestos oficios, en los alrededores del Rastro, en el animado nudo de calles y callejas (Tetuán, Salud, Carmen, Rompelanzas) que lindan con la Puerta del Sol. Siempre hay en los cuadros de Pedro Mozos algo de «La busca», con sus interiores sombríos y sus escenas apiadables, con hombres borrosos y mujeres rollizas a punto de ser procaces bajo la camisa, todo ello distribuido en composiciones que evocan tablas italianas paleorenacentistas, en las que las figuras y los objetos se exhiben con arbitrariedad, pero con un instinto plástico sorprendente, goyesco, maravilloso.
«La gran tradición postgoyesca – escribe Camón Aznar- podemos decir que continúa en Pedro Mozos.”
Antonio Manuel Campoy